Una tarde cualquiera, más noche
que tarde por el cambio horario, un hombre caminaba solitario por el casco
histórico de un pueblo. Las calles estaban mudas, pero con mil historias que
contar; los anclajes de unos puestos en la calzada recordaban el alegre mercadillo
que se celebrada cada mañana de domingo. Unas calles más abajo había aún unos
pocos farolillos, distribuidos por algunos balcones y farolas, de lo que no
hacía mucho era el foco de las verbenas locales. Al alzar la barba, el hombre,
con alguna dificultad, alcanzó a ver el glorioso campanario de una imponente
catedral. Los graznidos de los grajos, pues ese día hacía un frío del carajo,
que anidaban en cada una de las grietas de la tosca piedra que la conformaban
simulaban el llanto de la propia construcción, las deposiciones avícolas a lo
largo y ancho del templo emulaban las lágrimas caídas al rememorar tiempos mejores.
Por suerte no era temporada de cigüeñas. Entre calada y calada, al hombre se le
vino a la cabeza las palabras de lo que una vez fue su abuela; en su día, la
anciana contaba a este barbudo solitario como brillaba la catedral. Decorada
con incontables vidrieras y rosetones que en un ejercicio de cooperación con el
sol iluminaban el pueblo entero. Aquel relato trataba de una época que ese hombre
jamás llegó a conocer. Coincidió consigo mismo en que lo único que brillaba en
ese momento era su afeitada cabeza. El destino quiso que tras el brillo
siguiese el reflejo, y se vio proyectada su triste imagen en la puerta
acristalada de una tienda. Sobre la puerta, un cartel que rezaba “El Último Hogar”. Sólo leerlo le produjo
un escalofrío. El humo de la droga liada le dificultaba la visión; atisbó
varios grupos de personas, pero no pudo concretar desde la calle la identidad
de los mismos. En ese momento algo le empujó a entrar, no supo el qué, hasta
que se giró; un tal Willy, menos conocido como “Vicente Jesús”, se chocó con el
barbudo distraído. Todo quedó en una disculpa, y el tal Willy, entró en la
tienda. El barbudo se sintió solo, como llevaba haciendo desde hacía ya varios
años. Y en busca de calor humano, y sobre todo, para pedir un papelillo, se
adentró en ese hogar. Ya en la tienda, sólo el empleado le saludó, más por
aparentar ser amable e intentar procurarse unos ingresos. Pero teniendo en
cuenta que ese hombre solitario y barbudo era un hombre solitario y barbudo, no
obtendría en ese día beneficios por su parte. Sonrío para sí mismo el barbudo
al recordar las innumerables ocasiones en las que había sido invitado a todo
tipo de bienes, pues nunca llevaba un euro encima. Una vez sobrepasada la zona
de visión del tendero, frente al barbudo, torpemente alineadas se situaban
cuatro mesas destinadas al ocio: juegos de estrategia con cartas, juegos de
mesa de estrategia, juegos de rol de estrategia, maquetación de figuras para
las que había que planificar la estrategia para montarlas… Sin duda el paraíso
para Napoleón, lo único que fallaba era la estrategia comercial del
dependiente. Nadie pareció percatarse de la presencia del barbudo, su saludo
generalizado cayó a oídos de nadie. Volvió a sentirse solo, y raudo bajó las
escaleras que conducían al sótano de la tienda, donde se encontraba el lavabo.
Estaba claro que en un sótano que sólo se habilita al público cuando hay
eventos masivos se escondía algo ilegal. Pero el barbudo no estaba por la labor
de jugar a los detectives. Necesitaba un consuelo a su soledad que sólo él
podía proporcionarse. Algo aturdido, se humedeció la cara. Alzó la barba y se
vio en el espejo. Algunos cortes de navaja bajo la nariz, hirsuto vello facial.
Prestó atención al reflejo de sus ojos; en ellos apreció un hombre iracundo y
prolijo, sobretodo prolijo. Resguardado del gentío reflexionó, esto último no
es seguro, sobre su nuevo estatus social. Comprendió, esto tampoco es seguro,
que la soledad le estaba destruyendo. Decidido, salió de su escondrijo, con
tanto ímpetu que los goznes de la puerta del aseo casi se desencajan. Una vez
subió la escaleras se encontró el mismo panorama que hacía unos minutos. En un
momento determinado, acertó a dar con una mesa que tenía una silla desocupada a
su alrededor, y se sentó. En el resto de las mesas también había sillas libres,
pero la gente le mentía y le decían que estaban ocupadas. De esta forma, y tras
tres intentos fallidos, pudo asentar sus posaderas. Las sillas colindantes
estaban ocupadas por un apuesto joven Álvaro con coletilla padawan, un melenudo
Óscar que se divertía haciendo la maquinaria y por un rizado rubio de barbita
cojonciana, que imitaba a un conocido personaje habitual de la tienda. Los tres
primos Carrera no dudaron en saludarle –“¿Qué paja cohoone?”, “Ya era hora
joputa”, “¿Er de los River? ¿Ere er de los River? ¡Ostia er de los River!”–. La
mente de aquel barbudo no alcanzaba a comprender que había hecho para ganarse
el presunto afecto de aquella familia. Fueron necesarios dos Mountain Dew para que sus ideas
comenzasen a fluir. También ayudó que se le hubiese pasado la fumada. Sólo así,
hidratado y lucido, pudo recordar el mal momento que la droga le causó. De los
Rivers pasaba por un mal momento (llevaba así desde que le conocí), y en vez de
buscar apoyo en un juego muy caro de cartas y en sus mejores amigos, los
Carrera, se abstrajo y se refugió en el cannabis y los aseos de tiendas.
Comprendió que la sensación que le causaba el THC no era lo que más le
convenía. Su vida entera, pues fumar era su vida, se convirtió en un tormentoso
mar de soledad. Una experiencia para la que De los Rivers no encontró nunca
palabras, quizá por su bajo nivel escolar y escaso dominio de la lengua, quizá
porque fue algo inefable.
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