miércoles, 11 de diciembre de 2013

Inefable


Una tarde cualquiera, más noche que tarde por el cambio horario, un hombre caminaba solitario por el casco histórico de un pueblo. Las calles estaban mudas, pero con mil historias que contar; los anclajes de unos puestos en la calzada recordaban el alegre mercadillo que se celebrada cada mañana de domingo. Unas calles más abajo había aún unos pocos farolillos, distribuidos por algunos balcones y farolas, de lo que no hacía mucho era el foco de las verbenas locales. Al alzar la barba, el hombre, con alguna dificultad, alcanzó a ver el glorioso campanario de una imponente catedral. Los graznidos de los grajos, pues ese día hacía un frío del carajo, que anidaban en cada una de las grietas de la tosca piedra que la conformaban simulaban el llanto de la propia construcción, las deposiciones avícolas a lo largo y ancho del templo emulaban las lágrimas caídas al rememorar tiempos mejores. Por suerte no era temporada de cigüeñas. Entre calada y calada, al hombre se le vino a la cabeza las palabras de lo que una vez fue su abuela; en su día, la anciana contaba a este barbudo solitario como brillaba la catedral. Decorada con incontables vidrieras y rosetones que en un ejercicio de cooperación con el sol iluminaban el pueblo entero. Aquel relato trataba de una época que ese hombre jamás llegó a conocer. Coincidió consigo mismo en que lo único que brillaba en ese momento era su afeitada cabeza. El destino quiso que tras el brillo siguiese el reflejo, y se vio proyectada su triste imagen en la puerta acristalada de una tienda. Sobre la puerta, un cartel que rezaba “El Último Hogar”. Sólo leerlo le produjo un escalofrío. El humo de la droga liada le dificultaba la visión; atisbó varios grupos de personas, pero no pudo concretar desde la calle la identidad de los mismos. En ese momento algo le empujó a entrar, no supo el qué, hasta que se giró; un tal Willy, menos conocido como “Vicente Jesús”, se chocó con el barbudo distraído. Todo quedó en una disculpa, y el tal Willy, entró en la tienda. El barbudo se sintió solo, como llevaba haciendo desde hacía ya varios años. Y en busca de calor humano, y sobre todo, para pedir un papelillo, se adentró en ese hogar. Ya en la tienda, sólo el empleado le saludó, más por aparentar ser amable e intentar procurarse unos ingresos. Pero teniendo en cuenta que ese hombre solitario y barbudo era un hombre solitario y barbudo, no obtendría en ese día beneficios por su parte. Sonrío para sí mismo el barbudo al recordar las innumerables ocasiones en las que había sido invitado a todo tipo de bienes, pues nunca llevaba un euro encima. Una vez sobrepasada la zona de visión del tendero, frente al barbudo, torpemente alineadas se situaban cuatro mesas destinadas al ocio: juegos de estrategia con cartas, juegos de mesa de estrategia, juegos de rol de estrategia, maquetación de figuras para las que había que planificar la estrategia para montarlas… Sin duda el paraíso para Napoleón, lo único que fallaba era la estrategia comercial del dependiente. Nadie pareció percatarse de la presencia del barbudo, su saludo generalizado cayó a oídos de nadie. Volvió a sentirse solo, y raudo bajó las escaleras que conducían al sótano de la tienda, donde se encontraba el lavabo. Estaba claro que en un sótano que sólo se habilita al público cuando hay eventos masivos se escondía algo ilegal. Pero el barbudo no estaba por la labor de jugar a los detectives. Necesitaba un consuelo a su soledad que sólo él podía proporcionarse. Algo aturdido, se humedeció la cara. Alzó la barba y se vio en el espejo. Algunos cortes de navaja bajo la nariz, hirsuto vello facial. Prestó atención al reflejo de sus ojos; en ellos apreció un hombre iracundo y prolijo, sobretodo prolijo. Resguardado del gentío reflexionó, esto último no es seguro, sobre su nuevo estatus social. Comprendió, esto tampoco es seguro, que la soledad le estaba destruyendo. Decidido, salió de su escondrijo, con tanto ímpetu que los goznes de la puerta del aseo casi se desencajan. Una vez subió la escaleras se encontró el mismo panorama que hacía unos minutos. En un momento determinado, acertó a dar con una mesa que tenía una silla desocupada a su alrededor, y se sentó. En el resto de las mesas también había sillas libres, pero la gente le mentía y le decían que estaban ocupadas. De esta forma, y tras tres intentos fallidos, pudo asentar sus posaderas. Las sillas colindantes estaban ocupadas por un apuesto joven Álvaro con coletilla padawan, un melenudo Óscar que se divertía haciendo la maquinaria y por un rizado rubio de barbita cojonciana, que imitaba a un conocido personaje habitual de la tienda. Los tres primos Carrera no dudaron en saludarle “¿Qué paja cohoone?”, “Ya era hora joputa”, “¿Er de los River? ¿Ere er de los River? ¡Ostia er de los River!”–. La mente de aquel barbudo no alcanzaba a comprender que había hecho para ganarse el presunto afecto de aquella familia. Fueron necesarios dos Mountain Dew para que sus ideas comenzasen a fluir. También ayudó que se le hubiese pasado la fumada. Sólo así, hidratado y lucido, pudo recordar el mal momento que la droga le causó. De los Rivers pasaba por un mal momento (llevaba así desde que le conocí), y en vez de buscar apoyo en un juego muy caro de cartas y en sus mejores amigos, los Carrera, se abstrajo y se refugió en el cannabis y los aseos de tiendas. Comprendió que la sensación que le causaba el THC no era lo que más le convenía. Su vida entera, pues fumar era su vida, se convirtió en un tormentoso mar de soledad. Una experiencia para la que De los Rivers no encontró nunca palabras, quizá por su bajo nivel escolar y escaso dominio de la lengua, quizá porque fue algo inefable.